Ciencia ficción y futuros inciertos

Entrevista a Ramiro Sanchiz, escritor uruguayo.

Pocos hubieran imaginado hace un par de meses el mundo en el que estamos viviendo. La crisis global del COVID-19 parece tomada de la ciencia ficción y toda predicción de futuro es aventurada. Parece adecuado conversar con un escritor de género, acostumbrado a moverse en el terreno de lo incierto y la especulación.

Ramiro Sanchiz es un caso raro en la cultura latinoamericana. No solo porque usa mucho la palabra “raro” (o “weird”) para describir el mundo y la literatura que se vienen, sino por su ritmo de publicación. Desde la aparición de Perséfone, su primera novela en 2009, Sanchiz ha publicado 21 libros, entre novelas cortas, selecciones de cuentos y ensayos, con algunos logros importantes como el primer premio de literatura del Ministerio de Educación y Cultura en 2016, con su novela El orden del mundo.

Este escritor nacido en Montevideo en 1978 representa una nueva oleada de autores locales que eluden las categorías y se afirman en una cultura latinoamericana que reclama nuevos espacios. Lejos de los clichés y estereotipos regionales, Sanchiz es una voz que permite pensar la relación entre cultura, futuro y tecnología desde América Latina. Además de su prolífica escritura, Sanchiz trabaja como traductor y crítico literario por lo que posee una mirada amplia de la cultura contemporánea.

 

¿Cómo definirías la literatura de ciencia ficción?

Hay un problema para definir qué es ciencia ficción y qué no, porque es compatible con otros géneros, algo que no ocurre con el policial, la novela histórica o la comedia romántica. Vos podrías hacer una versión en ciencia ficción de casi cualquier historia. Cuando nació el género, las características eran claras: tramas con una especulación científica y una apertura a lo tecnológico. Eso después cambió y hoy se habla más de ficción especulativa porque tiene que poner sobre la mesa un relación con el futuro.

En ese sentido mis libros exploran géneros intermedios, como la teoría/ficción (ensayo “Guitarra Negra”, 2019), o la ucronía, que se basa en historias contrafácticas: qué hubiera ocurrido si la Segunda Guerra Mundial terminaba en un desastre nuclear a escala global (“Las imitaciones”, 2016), qué hubiera ocurrido si Artigas ganaba la Batalla de Tacuarembó y se convertía en un tirano en todo el continente (“Del otro lado del puente”, 2011).

 

¿Cómo dirías que la ciencia ficción ayuda a comprender la relación entre tecnología y futuro?

Hay varias maneras de entender esa relación. La más común es la ingenua: pensar que la ciencia ficción predice el futuro. Quizás algunas novelas diseñaron aparatos que después existieron, como Arthur C. Clarke con el satélite. Pero si somos más profundos encontraremos otras relaciones. Pensamos en las distopías, hoy muchos dicen “Orwell predijo nuestro tiempo en la novela “1984” en relación a la videovigilancia y al estado policial. Pero Orwell estaba hablando del estalinismo que ocurría entonces en la URSS en 1948. No hablaba del futuro, sino de su presente. En eso estas novelas usan el futuro como metáfora para hablar de su tiempo.

Por eso hay otra manera que es la siguiente: cómo imaginamos el futuro nos da un mapa general de la cultura del hoy. Y en eso entra la tecnología, no solo en sus aparatos sino en los sistemas, los usos que les damos y las expectativas que creamos alrededor. Recuerdo que de chico tenía una computadora de 8 bits y pensaba que el futuro sería en base a eso. ¿En qué se parecen los celulares de hoy a aquella tecnología? En poco. Porque la aceleración fue tan rápida que cambió las expectativas de la gente. Antes la cultura imaginaba el futuro como misiones al espacio. Hoy no le interesa a nadie enviar un cohete a la luna. Vivimos tan acostumbrados a la obsolescencia programada que estamos respondiendo de otra manera al cambio tecnológico.

 

¿Esta aceleración se da todos los niveles?

No, yo entiendo que a nivel cultural hay una cierta desaceleración, sobre todo en la música. Si escuchás un tema de moda de ahora y uno de 2015, no hay grandes diferencias en sonidos ni técnicas. Sin embargo, los Beatles parecían el futuro de la música en los 60. Pienso en David Bowie: lo que hacía en el 83 ya sonaba reiterativo en el 84. Fui adolescente en los 90 y Nirvana marcó una época. Ya no hay manera de presentar artistas como sintomáticos de una época, al menos en el corto plazo.

 

¿Cómo juega esta crisis del coronavirus en esa forma de imaginar el futuro? ¿Qué tipo de cultura o literatura debemos esperar como respuesta?

Seguimos siendo incapaces de predecir un futuro con detalle, pero ya sabemos que va a ser distinto y extraño. Por eso es probable que se desarrolle la literatura de especulación, la ficción de lo raro (weird fiction) con explicaciones pocos realistas, pero con paralelismos sorprendentes si hacemos una lectura social. Un ejemplo: si hace cinco años un libro, como “El Gusano” de Luis Carlos Barragán, decía que las personas al tocarse se fusionan y por lo tanto necesitamos hacer “distancia social”, la crítica diría que tiene un tópico fascista: ¿a quién se le ocurre que las personas no puedan reunirse? En cambio ahora nos parece normal que todas las celebridades recomienden quedarse en casa.

 

Tus libros abordan un rechazo a la esencia humana y suelen fusionar lo humano y lo digital. Están creciendo movimientos filosóficos como el posthumanismo. ¿Cómo lo resumirías?

El posthumanismo comparte con otras corrientes (como el transhumanismo o el inhumanismo) la misma idea elemental de que el ser humano no es el sujeto de la historia ni el motor de la aceleración y el progreso. La mejor evidencia es lo que se conoce como “singularidad tecnológica”: máquinas que crean otras máquinas.

Pero si hacemos un repaso descubrimos que esta idea no es nueva. El progreso siempre se opuso a que los humanos somos únicos, al deseo de ser distintos a los animales y a las máquinas. Cuando Copérnico dice que la tierra no es el centro del universo está atacando esa idea. También lo hace Darwin cuando descubre que somos una criatura más como cualquier otra y que la evolución biológica funciona por competencia y adaptación al ambiente. Freud –en su etapa más cibernética en la que habla de pulsiones– enseña que todos somos un poco autómatas. Y por último Foucault muestra cómo la noción de vida y ser humano son dadas y no son naturales.

Se suele buscar una esencia humana que rechace lo industrial, ver al capitalismo como aquello que te deshumaniza, que los robots vienen a amenazarnos. A lo mejor esos relatos fueron necesarios en alguna época en que había que crear naciones o en que la Revolución Industrial era algo nuevo, pero ya no.

 

¿Cómo es para la ciencia ficción latinoamericana frente a esta visión cibernética de la cultura?

La ciencia ficción latinoamericana es nueva y surge de la circulación en ferias y publicaciones de autores de Chile, Colombia, Argentina, Uruguay, entre otros. Se observa que es una literatura que toma un molde básico del género (las novelas de H. P. Lovecraft, por ejemplo) pero se enriquece de cierto imaginario de lo periférico, de relatos que como latinoamericanos estamos acostumbrados a oír. Escritores como el chileno Jorge Baradit lo asocian con la basura y la unión entre elementos culturales como ciencia y chamanismo. Mariana Enriquez refunda el género de lo raro en Argentina. Lo mismo Luis Carlos Barragán en el contexto colombiano. La literatura es un sistema y desde el momento en que los escritores producen y surgen nuevos canales de distribución empezamos a tomar consciencia de que se desarrolla una versión latinoamericana de la ciencia ficción.

 

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